viernes, 29 de mayo de 2009

Mantra

a S. R.


el amor no es una cuenta infinita

siempre deben comenzar de nuevo en algún punto los amantes

distraídos los ebrios los desmemoriados

amar a partir de un gesto que dice

de una palabra que recoge el lugar donde quedaron

objetos que nos salvarían del espanto

de ser una vez más en la mañana

dos hombres silenciosos

caldeándose entre el miedo y la lujuria

jueves, 28 de mayo de 2009

La marejada















¡Oh, la tranquila tristeza de la memoria!
Clarice Lispector


La ventana abierta a la playa, la playa abierta a sus ojos, sus ojos abiertos al don de la mirada.

Si le hubiesen preguntado qué hacía, ella hubiese dicho: “miro la playa, miro la playa y lloro”. Si le hubiesen preguntado qué era lo que más la asombraba del mundo, ella, incorporándose de pronto para mirar un barco o una gaviota, hubiese respondido: “que haya tantas ventanas en el mundo, y tan pocos espejos”. Si alguien le hubiese dicho “Virginia, qué es lo que más deseas”, ella hubiese dicho: “morir”.

Acababa de ocurrírsele una idea. La idea era descabellada y la hacía llorar porque tenía la forma fracasada de un recuerdo. Dos niñas sentadas a una mesa, con tazas de té y cartas y póquer y cigarrillos, se disputan en un juego imaginario su nacimiento. Sólo una de las niñas juega. La otra finge que le importa el color de sus ojos, la textura de sus manos, el tamaño de su sexo. Una pareja de gaviotas acecha el cuerpo desventrado de Patricia. ¿Dónde está Cándida? La marea se desteje verdosa y brillante. Virginia repite el juego sólo para comprobar que allí está, que allí ha estado siempre y que no se irá a menos que ella se vaya. A menos que... Las lágrimas se han cristalizado bajo los ojos. Las dos niñas beben el té a grandes sorbos y fuman gravemente, sin mirarse. Virginia piensa que la historia debe terminar en tragedia -después de todo, ella había nacido- y que los juegos siempre acaban así: alguien siempre muere al terminar el juego. Una de las niñas juega en tanto la otra se acaricia el vientre para embellecerme. Esta vez, Virginia está decidida a bajar a la playa y echar una siesta junto a sus hermanas.

Alguien había decretado que allí estarían sus ojos; que sus ojos serían verdes, su nariz pequeña y respingada, la boca madura, los senos grandes y turgentes, el vientre chato, las piernas cortas y sinuosas, los pies inútiles. La menor de las niñas se ha inclinado sobre las flores del jardín para aspirar el olor nauseabundo de las corolas. Dejando las cartas sobre la mesa, ha cortado una flor y la ha colocado entre sus senos rígidos, que el vestido azul no consigue ocultar. ¿A dónde ir?. La playa se extendía más allá de la playa. Los pies desnudos se hundirían en la arena dejando huellas inexactas junto a los cadáveres. Uno, dos, tres, un millón de peces muertos en la costa. La otra niña dijo que los poemas eran juegos en los que alguien siempre moría para que las palabras viviesen, para que las palabras velasen, para que las palabras fueran el recuerdo de una muerte. Lo recitó tres veces, entre dientes, mirando el cielo inconexo alejarse de las olas. Se acordó de Patricia, de Cándida y de sus padres, muy quietos en el umbral reseco de la casa. A sus padres muy quietos los amó con un odio cansado. Pensó: un odio prenatal. Los odió con un amor de hembra que da a luz a un pez en lugar de una niña. Póquer, dijo la mujer haciendo girar la taza de té sobre el plato. Yo soy un pez, dijo la muchacha. Todos menos Virginia apuraron el paso en dirección a la costa.

Ahí está, dormida frente a la ventana. Un viento pútrido de peces la golpea de lleno en el rostro. El rostro tiene ese gesto contraído, esas lágrimas sedientas. El vestido azul tiembla y los ojos sujetan un llanto inacabado. Los padres han estado fuera toda la tarde, jugando a las cartas y tomando el té en los sillones de mimbre. Cándida y Patricia han ido a juntar caracoles y a bañarse en el mar denso de espumas y el olor cadavérico de la borrasca. Encendiendo un cigarrillo, la madre preguntó por qué Virginia no baja a la playa. Las hermanas al unísono habían replicado: Virginia está pensando en la playa. Cándida pensó: un día de estos se va a ahogar en sus aguas imaginarias. Patricia pensó: quién necesita una hermana mayor.

Virginia se había aquietado, el mar se había aquietado, el cielo presagiaba oscuramente la borrasca. Los padres la han contemplado hasta cansarse, sin atreverse a despertarla. Mira cómo duerme. La mujer había sido hermosa. Un marido y tres hijos antes la mujer había sido hermosa. Sí. El hombre era oscuro y alto. Una mujer y tres hijas antes el hombre había sido feliz. Ahora observa el cuerpo desvaído de Virginia sin reconocerla. Finalmente dice: Virginia. Patricia le dice a la niña del vestido azul que en la costa ha visto un caracol extraño. Que está demasiado cerca del agua y tiene miedo de ir sola. La mujer pensó: cómo agobia el llanto. El hombre pensó: las niñas se duermen en cualquier parte.

Las hermanas nunca juegan, ése es el error. Los padres nunca juegan. Pero ella sí, ella es un pez y juega. Transformados en un juego, Cándida es un pez muerto en la marejada, los padres allá arriba, hambrientos y acezantes, dos gaviotas apenas en el cielo repleto de sombras. La flor empieza a marchitarse. Después de todo, dice la muchacha, yo esperaba una muerte por asfixia. En el juego yo soy esta flor y la flor muere asfixiada entre los senos de una muchacha que juega frente al mar.

La casa perdió sus últimos ruidos al irse los padres. Las últimas sombras se fueron por la puerta y la muchacha quedó muy sola frente al mar, durmiendo inespecífica su sueño, respirando lentamente el sueño frente a la ventana. Un golpe del mar en los oídos la despertó. ¡Ea, el juego ha terminado! A la mañana siguiente encontrarán su cuerpo junto a los demás. Uno, dos, tres, un millón de peces muertos en la costa. La niña traerá un vestido azul y una flor marchita entre los senos. ¿Descubrirán el sendero de huellas inexactas que conducen al mar? El cuerpo incompleto tendrá rasguños en la cara, picotazos en el vientre. Los ojos serán verdes, la nariz pequeña, las piernas cortas y sinuosas. Póquer, dijo la niña, haciendo girar la taza de té sobre el plato. Patricia dijo que la acompañaría si no se alejaba demasiado.

Las tablas del suelo crujen bajo los pies del padre. La madre entra después, trayendo el olor a cadáver impregnado en el vestido. ¿Ya la han encontrado? La madre tiene el cabello alborotado. Una mueca de profunda ansiedad asoma a su rostro al ver a la muchacha, todavía sentada en el alféizar de la ventana. Ya aparecerá. El padre ha dicho ya aparecerá, infundiendo una paz de naufragio a sus palabras. Ya sabes cómo es Cándida. Sí, dice Virginia, abandonando lentamente el sueño para entrar en la tranquila conciencia de la casa. Uno, dos, tres. Póquer. Virginia ha echado una mirada furtiva a la madre. Al padre lo evitó desviando los ojos hacia la ventana. Empezaba a amanecer. Sin querer, Virginia descubre la figura inmensa de Patricia que se acerca, señalando con sus manos la costa. Señalando con manos aterradas la costa cubierta de peces.

lunes, 25 de mayo de 2009

La tela



La humedad avanza por las paredes de mi cuarto; trepa o desciende como una araña. Las arañas son huérfanas de padre y andan siempre solas pero, al igual que en los hombres huérfanos y solitarios, su deseo de ser vistas es enorme. Aumenta con su tamaño. Y cuando son tan grandes que ya no pueden ocultarse es cuando más anhelan ser vistas: exhiben sus collares negros por toda la casa; hacen repiquetear sus ajorcas de ébano a medida que avanzan, vivas pero sigilosas, parecidas a las vírgenes de las estampitas.

Sin embargo –y he aquí lo extraño, lo que merece ser contado-, esto no impidió que ni Juan ni la volatinera repararan en la inmensa mancha de humedad mientras se disponían, ellos mismos, a trepar por las paredes de mi cuarto. El intenso diálogo de ojos y de manos les impedía ver el recorrido de las patas (¿los brazos?), abriéndose como las ramas de un árbol negrísimo. A decir verdad, la única que sí subió fue la volatinera. Lo que ocurrió fue que después de escuchar lo que dije -porque todo lo que dije lo dije en voz alta-, y si bien al principio se mostraba resuelto a hacerlo, Juan dijo que tenía miedo de que efectivamente se tratara de una araña. Puso los pies en el suelo. Retrocedió tres pasos desde la pared. A partir de ahí, el diálogo fue intenso pero no de ojos y de manos, sino más bien de ojos y del culo de la volatinera que trepaba, fingiendo ser ella misma una araña, creando con su cuerpo la ilusión de un movimiento difícil. Varias veces escupió hacia abajo. No es que el escupitajo cayera por la ley de gravedad sino que ella escupía hacia abajo.

M. fue el primero en quejarse, pidiéndole a gritos se bajara porque, si seguía subiendo, indudablemente encontraría a la araña. De inmediato se armó una acalorada discusión en torno a la palabra indudable. Yo sugerí que la discusión debía ser en torno a la palabra indudablemente pero todos, menos Juan, me miraron con desconfianza. Con ese criterio, les dije, esta araña de plástico no puede ser distinta de una araña verdadera. Se los dije mientras esgrimía una araña de plástico ante la mirada atónita de mi madre, que siempre creyó que yo había destruido todos los juguetes de mi infancia.

Juan volvió a retroceder tres pasos, esta vez con un solo pie porque el otro ya estaba adherido al suelo. Es indudable…, empezó a decir M., pero de maneras distintas todos nos las arreglamos para hacerlo mirar hacia arriba en el momento exacto en que la pata de la araña descendía sobre él y lo tomaba por el cuello.

Los huesos de la volatinera cayeron con ruido de huesos pero no se desparramaron como esperábamos. (Luego, escarbando, supimos que no eran los huesos de la volatinera sino los de mi madre los que habían caído envueltos en una tela viscosa(1).). Indudablemente, dijo Juan, ése es el culo de la volatinera. Lo dijo en un tono indiferente, como siempre que habla de su mujer.

En efecto, no fue otra que la volatinera la que en un solo movimiento arrancó la cabeza de M. y comenzó a engullirla a medida que bajaba, lentamente, abarcando con sus patas las paredes de mi cuarto, igual a una mancha de humedad.


(1) La palabra “tela” aquí es arbitraria. Se trata más bien de una costra espesa, ambarina. Su consistencia es la del caramelo al que se le ha añadido glucosa a fin de aumentar su ductilidad. De ahí sus propiedades amortiguadoras, su dureza sólo aparente: la tela se desparramaba en hilos blandos a medida que hundíamos las manos en procura de los huesos.